En Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Slavoj Zizek cuenta la anécdota de un hombre sospechoso de robar en el trabajo. Cada tarde los vigilantes inspeccionan su carretilla, pero nunca encuentran nada. Un día descubren el truco: lo que el trabajador está robando son las carretillas. En los cuentos de La felicidad es un arma caliente ocurre una operación similar; el lector va confiado por un callejón en apariencia bien iluminado y debe intentar capturar la totalidad de símbolos que se le muestran. Un pestañeo puede significar perderse en un laberinto. Por esta razón, para leer las nueve historias que componen este libro, hay que reconocer los síntomas, pero desde lejos, manteniendo una prudente distancia frente a las luces que nos pueden cegar.
En la prosa de Víctor Ruiz Velazco hay una preponderancia por el detalle. No se busca representar un gran fresco social, sino las emociones (es insoslayable el leit motiv del personaje femenino como enigma, algo disruptor de la normalidad; otros cuentos tienen como telón de fondo los años de violencia, pero este acercamiento siempre se da desde lo subjetivo, nunca buscan reivindicar o denunciar): el narrador mira su mundo desde un microscopio, una suerte de entomología expresada en el método de comprensión y exposición de personajes, e intenta alumbrar esos momentos en que el hombre se torna débil y consciente de su futilidad. A todas estas virtudes hay que sumarle el manejo de una prosa armónica que es rica en matices y que sabe llevar a buen puerto la trama. Siempre se habla de una división entre narradores (la manera de contar) y prosistas (el estilo), Ruiz Velazco sabe amalgamar estos dos elementos por igual. Sus historias resuenan en la música y la arquitectura de las texturas, surcos y relieves resistiéndose a entregar solo palabras.